Sobre los Cuadernos de la mierda de F. Toledo
por Florencia Molfino
 
 
 


Un recorrido breve, y desalineado por un instante, en la colección de piezas escatológicas de uno de los artistas mexicanos vivos más importantes.

En el año en que se inauguraba el nuevo milenio, la Secretaría de Hacienda de México instó al artista oaxaqueño Francisco Toledo a pagar sus impuestos de ese periodo. Dado que el hombre conocía la facilidad que esta institución otorga de hacer el pago en “especie”, decidió ofrecer una generosa cantidad de obras de su autoría: Los Cuadernos de la Mierda. El mensaje implícito no ofendió a la Secretaría, porque en México hay una alta susceptibilidad por las formas correctas, la buena educación y la gratitud expresada en un combate interminable de gracias-gracias con los que se suelen batir a duelo quienes tienen el descuido de soltar un agradecimiento. Los Cuadernos de la Mierda fueron a su vez donados al Museo de Arte Contemporáneo  de Oaxaca, que el mismo Toledo había ayudado a fundar hace veinte años, y todos quedaron felices.
Los Cuadernos de la Mierda son una colección de 27 libretas y cuadernos de apuntes en los que Toledo creó, entre 1985 y 1987, durante su estadía en Francia, la más diversa variedad de seres fantásticos, entre ellos animales mitológicos inventados, personajes sagrados y las famosas “calacas”, como se conocen en México a las calaveras, una de las figuras más entrañables y recurrentes de la imaginería popular. La característica que unía a estos seres era que fueron retratados en el acto de defecar: insectos que dejan una mancha en la página, esqueletos que sueltan una sustancia grotesca, los genitales del artista que han sido bañados en tinta y que han dejado su huella en la página, penes-caca, perros, cerdos, hombres, híbridos de hombres con animales… todos defecando alegremente en solitario o en grupo. A pesar de su extravagancia, los dibujos no resultan obscenos ni escabrosos, y se equilibran con la belleza de los trazos nerviosos y la delicadeza de la tinta diluida en el papel.
La reiterada presencia genital e incluso cierta zoofilia en la obra de Toledo son parte del carácter irreverente de un artista que siempre se ha mantenido independiente y al margen de cualquier homenaje y cursilería nacida del esnobismo artístico, y que lleva una vida tan silenciosa como la de un gato, y tienen más de bestialidad que de perversión, y ojo, bestialidad como expresión de lo orgánico, silvestre, salvaje y natural, y no en un sentido peyorativo.
La escatología, en términos puramente etimológicos, está asociada a las cosas últimas, postreras: la muerte, el más allá, el inframundo. En México, en ese sentido tanto como en el más habitual que se le da a esa palabra, la escatología es parte inherente de la vida cotidiana. Aquí la muerte no es venerada pero sí celebrada tanto o más que la navidad, los insectos forman parte de los ingredientes de algunos de los platos más exquisitos, lo fantástico es parte de lo cotidiano: en casi cualquier oficina en la que he trabajado no falta el “fantasma del niño”, y los viejos artilugios de los chamanes han derivado en toda una industria casera de curaciones, “amarres” de amantes incautos y de instrumentos para espantar las malas vibras. Sin embargo, reducir la mexicanidad a una visión como ésta sería un grave error. En cada rincón de este inabarcable país hay, como en el Templo Mayor de los aztecas en el DF, una capa superpuesta a otra de todas las culturas que fueron habitándolo, y todas cantan al unísono convirtiendo los momentos más peregrinos de la vida cotidiana en una polifonía sonora, estética y existencial apabullante. Así, no es de extrañarse que en el arte se infiltren las idiosincrasias prehispánicas con las católicas y las influencias de la posmodernidad en sus más variadas expresiones. En el arte mexicano esto es una suerte de constante y es quizás lo que le ha dado a este país la riqueza y supremacía (diría yo, aunque peque de exagerada) visual: desde las artesanías y la arquitectura prehispánica, hasta el arte colonial y ahora el contemporáneo, México es como una tierra prometida de la plástica que podría alimentar a futuras e insaciables generaciones de consumidores de arte del mundo.  
Tal vez por eso Francisco Toledo sea un artista tan singular, y él mismo se ha encargado de remarcar que no tiene filiación con ninguna tradición o escuela artística, y aún así no deja de ser digno representante del arte mexicano. Su obra no podría existir en otro lugar ni en otra persona que no sea él.
Nació en 1940 en Juchitán de Zaragoza, un pueblo localizado al sureste del estado de Oaxaca, famoso por su tradición de consagrar un hijo varón al travestismo (las “muxes”) para convertirse en la compañía de los padres en la vejez, entre otras singularidades, y es de origen zapoteco: uno de los pueblos originarios de Oaxaca que se consideraban nacidos de las nubes, dado que desconocían su origen real, y que forma arte de las muchas etnias de este Estado que, por cierto, es de los más ricos y diversos culturalmente dentro de México, y al mismo tiempo, de los más pobres económicamente.
Delgado, desgarbado, vestido como un indio con camisa blanca, pantalón de manta y sandalias que dejan a la vista unos pies cuarteados por el polvo y el aire seco del altiplano, no es ningún rockstar aún cuando es de los artistas vivos mexicanos mejor cotizados en el mercado internacional del arte. Toledo tuvo un origen humilde en una familia de clase baja mexicana, y se inició en el oficio del grabado en los talleres de la Escuela de Diseño y Artesanías. Más tarde regresó a Oaxaca y trabajó en el taller de Arturo García Bustos, uno de los artistas mexicanos que formaron parte del grupo de los “Fridos”, como se conocía a los pintores discípulos de Frida Kahlo. Extraordinariamente, Toledo, con apenas 19 años expuso por primera vez y lo hizo en México y en Dallas. Con el apoyo de otros artistas mexicanos, consiguió una beca para perfeccionarse en la técnica de grabado en Francia y poco después comenzó a exponer en Europa —nada menos que en la Tate Gallery de Londres, muestra cuyo catálogo fue escrito por Henry Miller, uno de sus admiradores— y en Estados Unidos. Durante sus años europeos depuró su técnica no sólo en el grabado, sino también en la acuarela, el gouche y el dibujo, y con los años experimentó con la escultura, el diseño y la cerámica (y casi cualquier técnica expresiva).
Aún cuando podría haberse visto tentado con tanto reconocimiento, Toledo decidió continuar su vida en Oaxaca, donde vive y transita, despreocupado, las calles como un desconocido, aún cuando gran parte de la preservación de la cultura y las artes de ese Estado le debe algo: ha participado en la creación del MACO, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), de una fábrica de papel, y de la organización Pro-Oax (que básicamente se dedica a rescatar el legado cultural de Oaxaca, desde la restauración de edificios hasta la defensa de la gastronomía local), y donde habitan los híbridos de animal-hombre, las iguanas, las bestias sagradas, las calacas y los colores que terminan capturados en su obra.  
Es casi improbable ir a Oaxaca y no encontrarse con algún sitio o persona que no hable de Toledo como un amigo o que haya recibido, también como pago en especie, alguna de sus piezas. La última vez que estuve allí fue por sólo un día y durante ese día no salí del restaurante La Catedral, uno de los mejores de esa ciudad, consagrado a la gastronomía istmeña(1). Ese día lo pasé con su dueña, Martina Escobar, quien ataviada de Tehuana(2) con un vestido colorido y barroco bordado a mano y peinada con una trenza que remataba en un enorme rodete, me dio a probar gusanos de maguey embadurnados de mezcal, chapulines fritos y enchiladas con mole, y mientras me atascaba de insectos y otros platos de tintes escatológicos me contó sobre su amigo Toledo, quien cada semana pasa por el restaurante a comer o a llevarse algo a su casa y que como pago suele dejarle dibujos o pinturas. Algunas de ellas están en los muros de la vieja casona colonial. De los otros doña Martina no me contó. “¡Tengo tantos!”, decía ante mi mirada ávida, mis mejillas infladas y mi boca reteniendo con esfuerzo una bola de grillos a punto de estallar.





(1) Del Istmo de Tehuantepec.
(2) De Tehuantepec.

Francisco Toledo nació en realidad en la Ciudad de México, un poco por casualidad, cuando su madre se dirigía a un pueblo de Veracruz donde estaba su esposo y donde el artista pasaría los primeros años de su infancia. Sin embargo, Toledo adoptó en su biografía oficial la ciudad de Juchitán, de donde era originaria su familia, y donde en 1972 fundó la Casa de la Cultura.


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Florencia Molfino es periodista y editora argentina. Desde 1999 vive en México (DF) donde ha trabajado para editoriales como Mapas, Grupo Editorial Expansión y Grupo Medios haciendo revistas, y en Penguin Random House como editora externa de libros de no ficción. Paralelamente a colaborado con artículos sobre sociedad, viajes y cultura en las ediciones mexicanas de GQ, Esquire y Marie Claire, entre otras, así como también en publicaciones nacionales. Ha sido columnista en el periódico Más por más de México, y durante la última edición del Festival Internacional Cervantino trabajó como editora y bloggera sobre temas relacionados a la danza, a la cual se dedica desde hace años en forma amateur.
   
     
 
     
  SUMARIO  
Año 3 - Numero 33
Diciembre 2013
Tapa
Editorial + Staff
Fotografío por lo que no sé
Entrevista a Alberto Goldenstein
por Dany Barreto y MSDansey
     
Producción fotográfica
por Lena Szankay
     
L´eau en el toilette
Sobre U from Uruguay de Martín Sastre
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