Ernesto Ballesteros en Ruth Benzacar
por M.S.Dansey
 
 
 

La muestra de Ernesto Ballesteros, en la galería Ruth Benzacar, es como una gran serpiente que se lo come a uno de un bocado. Como un niño se traga un dulce. ¡Glup! Y adentro: a pasear por las misteriosas tuberías del organismo.

De buenas a primeras, al bajar las escaleras de Florida al 1000 el visitante se encuentra con la arquitectura interior trastocada. Un buche de mampostería lo lleva por un pasillo cuya pared derecha va cubierta por una foto-mural de por lo menos tres metros de largo. La imagen muestra arena, arena y solo arena, sin horizonte y en penumbras. El final del día, acaso el comienzo, y la mirada caída del peregrino, clavada en el próximo paso, sea la playa o el desierto, la vista se pierde en la secuencia ondular de las huellas de los otros, del viento, del tiempo. La sombra viste a la experiencia de un dramatismo ambiguo. La luz en retirada se refugia en las micro-partículas de sílice. Los destellos dorados flotan en la oscuridad y en un parpadeo se confunden fondo y figura. Un descuido nada más, la mirada escéptica vuelve enseguida sobre el papel fotográfico.

El recorrido dobla a la izquierda y llega a un pequeño recodo donde se encuentran unas extrañas máquinas de caño rojo y ruedas de caucho negro que transportan láminas de cobre. La escena recuerda a una serie de ciencia ficción barata de los años 50. Pero si observamos bien, los carros giran sobre su propio eje y las estructuras aparatosas están condenadas a no ir a ninguna parte. El absurdo remite a esos productos marca ACME que a pesar de sus ingeniosos diseños siempre fallaban. La relación es sensata. En la pared cuelga un boceto a lápiz que muestra pequeños esquemas correlativos de estas máquinas y sus alternativas hipotéticas. Los trazos ligeros y algunas breves anotaciones apuradas permiten seguir las ocurrencias de una mente que no descansa. Hay humor en todo esto y funcionaría como chanza si no fuera por esas hojas cobrizas que llevan marcadas, en relieve, las huellas de un enigma. Si el brillo de la pintura industrial remite a la felicidad prefabricada del sueño americano, el brillo del cobre apela al sueño sagrado de los primeros hombres.

Otra giro a la derecha y nuevas máquinas, tan absurdas como las anteriores en la misteriosa misión de transportar muestras de lo que no sabemos.

El secreto se revela al doblar la esquina, detrás de la ventana. Todo indica que se trata de una cámara Gesell. Para los neófitos en la terminología, vale aclarar: Dícese de la habitación acondicionada con un vidrio de visión unilateral que en el ámbito judicial permite la identificación de sospechosos sin poner en juego la identidad del testigo, también usada en el campo de la psicología para estudiar el comportamiento de un niño. Lo particular del dispositivo es la posibilidad de ver sin que la presencia del observador modifique el estado natural del objeto de estudio. La herramienta atiende a una vieja preocupación de la ciencia cuando ésta avanza sobre el terreno de la metafísica. ¿Cómo asegurar que lo manifiesto ante nuestros ojos se comportará de la misma manera cuando ya no estemos?

El vidrio, entonces, y el fenómeno del otro lado. En la habitación blanca, sobre una plataforma blanca, medio centenar de piezas cristalinas, como gotas de ámbar del tamaño de un puño, aparecen detenidas en el instante que chocan contra la superficie y salpican de manera irrepetible. La captura del instante perfecto llena a la pieza de gracia. Es evidente que estamos ante los originales que pretendió capturar el cobre. Intentamos un relato: ¿Serán los carros la versión burlesca del robot enviado a otro planeta a tomar muestras extraterrestres? ¿Estaremos en el laboratorio de un alquimista justo a tiempo para ver la transmutación de la arena en vidrio? La belleza del espectáculo deja de lado toda especulación y propicia la contemplación silenciosa.

Al margen de lo narrativo, cada una de las instancias de la muestra habla por sí misma. El artista estrena técnicas y estéticas en cada nueva entrega. Demuestra destreza en el lenguaje conceptual. Las instalaciones de factura industrial están coronadas por una aureola de interpretaciones que favorecen el ejercicio simbólico propio del artefacto contemporáneo. El mismo virtuosismo se ve en las piezas artesanales. Ya no importa si fue Ballesteros quien modeló la resina, lo relevante del caso es el aura que desprende cada pieza: el juego libre que se establece entre la lógica del material y la voluntad del espíritu. Aquí no hay alegorías. Lo que es, está ante nosotros.

Cada una de estas instancias permite entonces una nueva interpretación. La serpiente se muerde la cola. Y en una metáfora superadora, la muestra se lee como un Tratado de Arte. Las conclusiones llegan en la sala siguiente, la última. Nuevamente una ventana a través de la que vemos las piezas cristalinas, en disposición similar a la anterior, esta vez en calma. Ahí está el material maravilloso en estado potencial. La ausencia del ánimo. La escena podría ser desoladora, y sin embargo no hay lugar para la angustia. En el aire flota un misticismo erótico. La perplejidad pone a resguardo la cuota de ingenuidad necesaria. Y si lo pensamos bien, quizás sea eso lo que permanece atrás del vidrio: la mismísima inocencia.










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(La muestra de Ernesto Ballesteros se puede ver hasta el 22 de abril, de lunes a viernes de 11.30 a 20 horas, en la galería Ruth Benzacar, Florida 1000 - Buenos Aires, Argentina).

 

 
     
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Año 1 - Numero 8
Tapa
Editorial + Staff
Álbumes perfectos
Entrevista a Carlos Herrera
por Dany Barreto
     
Producción fotográfica: Carlos Herrera
por Germán Ruiz
     
Lo que no se ve
Aeroplano (gran Siberia 1) por Juan Giribaldi
por Guido Ignatti
     
Ingenio Frankenstein
Pensamiento Nacional en el Palais de Glace
por Juan Batalla
     
Yendo de la cama al MOMA
Louise Bourgeois en Fundación PROA
por Mariano Soto
     
La verdad detrás del vidrio
Ernesto Ballesteros en Ruth Benzacar
por M.S.Dansey
     
El cuerpo de cristal
Captaciones sobre Louise Bourgeois
por Fabiana Barreda
     
Dr.Selva & Kid Yarará
Cómic
por Charlie Goz y Mari Bárbola
     
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